lunes, 11 de marzo de 2013

Deudas


  Lo malo de las deudas es que cuando llegan, parece que van instalarse definitivamente. Llega una y, sin avisar ni dar explicaciones, ocupa el cuarto de invitados. Cuando te levantas y la ves desayunando en la cocina se encoge de hombros. Sería mucho pedir que comprases sacarina, claro, dice con un gesto de contrariedad.  Luego llega otra y otra más, y ocupan el otro dormitorio y el sofá cama, alguna incluso se trae una litera y se acomoda en la terraza. El espacio se reduce tanto que cuando ves la televisión ni siquiera puedes cruzar las piernas.  Y luego está lo de la conversación. Que si la comisión de acreedores, que si los intereses o los recibos de demora.
  Pero al final acaban por marcharse. Y se llevan el televisor, y el portátil con la conexión ADSL, y las lámparas y los muebles del salón, y ese medallón que trajiste de La India. Solo dejan las camas, por si vuelven otra vez, claro. Y mientras cargan la furgoneta, ahí mismo, en la acera de enfrente, te sientas en el suelo, y ves todo aquel espacio vacío, enorme, solo para ti. Y estiras por fin las piernas. Entonces piensas, ¿y para qué tanto, después de todo?

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