El Tiempo
siempre está vendiendo relojes en la
esquina. Los tiene digitales, de aguja, algunos muy sofisticados. Lo mismo sirven de
cronómetro que dan la información horaria en cualquier parte del mundo.
Mientras uno toma café puede saber la hora en Shangai o en Roma. Puede saber si
alguien está haciendo deporte o cenando en un restaurante. Con esos relojes lo
puedes saber todo. Además, son de buena calidad y los precios son muy
asequibles. Si te acercas y decides comprar alguno, nunca discutirá contigo. Al
contrario, te dará todas las facilidades. Es un hombre muy amable,ni muy joven ni muy viejo. En realidad, está en todas las esquinas, en la
televisión o en la radio, cuando me
besas y te vistes por las mañanas, está encima del aparador, en el espejo del
cuarto de baño. El Tiempo viene a ser como tu padre. Mañana tienes una cita a
primera hora, ¿dónde has estado?, ¿qué estás haciendo con tu vida?
El Tiempo queda a menudo con la Muerte. Los
veo con frecuencia en el bar de la esquina, hablando de sus cosas.
Probablemente, la habrás visto alguna vez, siempre de negro, con esa mirada tan
persuasiva, tan delgada como un saco de huesos. La Muerte compagina su trabajo con actividades
benéficas. Visita a los enfermos, da comida caliente a los vagabundos, trata a
los locos y a los solitarios. También asiste los cócteles. Siempre habla de
ello, si ha conocido a este o aquel otro,
sin pretensiones, porque la Muerte trata a todos por igual. Yo he hablado algunas veces con ella. Viene a
mi casa, o irrumpe en cuando menos lo espero, da lo mismo que sea desdichado o
que esté feliz. ¿Qué es de tu vida?,
dice, cuéntame algo, hace tanto tiempo que no hablamos. Y extiende sus brazos, y trata de llenarme con
sus besos.
Cuando los veo procuro pasar de largo,
detenerme en las cosas que veo, en tus besos y esas mañanas al despertar,
cuando te vistes a toda prisa, porque el tiempo, aunque sea por unos minutos,
está en nuestras manos.