Lo malo de
las deudas es que cuando llegan, parece que van instalarse definitivamente.
Llega una y, sin avisar ni dar explicaciones, ocupa el cuarto de invitados.
Cuando te levantas y la ves desayunando en la cocina se encoge de hombros.
Sería mucho pedir que comprases sacarina, claro, dice con un gesto de
contrariedad. Luego llega otra y otra
más, y ocupan el otro dormitorio y el sofá cama, alguna incluso se trae una
litera y se acomoda en la terraza. El espacio se reduce tanto que cuando ves la
televisión ni siquiera puedes cruzar las piernas. Y luego está lo de la conversación. Que si la
comisión de acreedores, que si los intereses o los recibos de demora.
Pero al
final acaban por marcharse. Y se llevan el televisor, y el portátil con la
conexión ADSL, y las lámparas y los muebles del salón, y ese medallón que
trajiste de La India. Solo dejan las camas, por si vuelven otra vez, claro. Y
mientras cargan la furgoneta, ahí mismo, en la acera de enfrente, te sientas en
el suelo, y ves todo aquel espacio vacío, enorme, solo para ti. Y estiras por
fin las piernas. Entonces piensas, ¿y para qué tanto, después de todo?